Tuesday, August 30, 2005

Mercedes luminosa

Por Eliseo Alberto
La crónica
30 de agosto del 2005

I CANÍBALES CON CORBATAS
Yo escribo este texto, pasada ya la medianoche, para decirle a Dulce María González que hoy la quiero más que ayer porque antes la quería por lo que me dejaba saber de ella y, ahora, la quiero por lo mucho que mi amiga se transparenta en una mujer sin miedo, otra mujer sin miedo, ésta llamada Mercedes, un personaje sencillamente inolvidable que es ella misma, claro, o casi la misma, digo, al menos muy parecidas ambas, sobre todo por esa manera tan suyas de desear la independencia con fervor carnal, aún cuando semejante liberación de ataduras o de prejuicios traiga aparejada, por premio o por castigo, una camisa de fuerza que llamamos soledad. Bien sé que ella, tan segura y a la par tan débil, rechaza por igual las alabanzas y los piropos. Es altanera, quiero decir, es regiomontana. Y además gimnasta.

También sucede que los hombres, la mayoría de los hombres, le tenemos pánico a la ternura, y las mujeres, la mayoría de las mujeres, han aprendido a desconfiar de toda hombría suave y sospechosa, no sin razón, ni modo: a veces lo hacemos tan mal, reconozcámoslo, que dejamos al descubierto nuestras maliciosas intenciones, pues vamos del espíritu a la carne con voracidad o hambruna, como caníbales con corbata y calcetines. Los hombres nos negamos a que chille por nosotros esa aurícula derecha del corazón donde guardamos, como en un clóset, nuestro ropaje femenino, las frases lacias, delicadas, que jamás nos atrevemos a decir ni en privado, las caricias livianas, los besos dulces, los temblores, los deseos negados y los sueños prohibidos. Todos, o casi todos los hombres, llevamos en la mente un taparrabos invisible. Por eso, supongo, nunca le dije a Dulce cuánto la admiraba. ¡Es tan fácil decir te quiero!

II OJO: PINTA
Si yo fuera el editor de Mercedes Luminosa, la primera y sorprendente novela de Dulce, en un cintillo de papel advertiría a sus posibles lectores-hombres que tienen en la mano diecinueve capítulos de sensatez, ciento veintiséis páginas de fuego escritas con claridad propia del viento, que anima la llama, o del agua que con amor la apaga. “Ojo, machos: este libro pinta”. ¿Qué pinta? Nos pinta, nos retrata de pies a cabezas para que, al menos, sintamos en carne viva la vergüenza de ser tan torpes. Esta pequeña novela es grande. Sólo Dulce pudo prestarle su voz a Mercedes: la primera persona del relato es convincente, casi audible. La independencia del personaje se expresa en la independencia de la prosa. Aunque se me acuse de descubrir el agua tibia, no está de más recordar que un escritor sólo cuenta con la palabra, un montón de palabras que uno debe escoger, como quien limpia una tonelada de arroz sobre la mesa de la creación.

En términos de honor, dar la palabra equivale a comprometerse con algo o ante alguien, y eso hace Dulce desde el arranque mismo de la novela: pronto sabemos que estamos leyendo una confesión. La sencillez y sinceridad de las revelaciones, aun de las más profundas, nos convierte a sus lectores en cómplices, tal vez en aliados, por lo pronto en testigos comprometidos: así seguimos el rastro de Mercedes, la espiamos. Ahí viene Manuel, ahí viene Remedios, ahí se lanza Mariela. Dulce es quien escribe en una mesa apartada. Un buen consejo sería leer este libro en algún café de sombras amables, el mismo café que frecuenta el personaje, su privadísimo refugio. Ella sabe que estamos ahí, apenas unas líneas, unos metros, unas sillas detrás de su encorvada figura —e incluso habla con voz fuerte para que podamos escucharla.

III EL VERDUGO DEL MERCADO
El verdugo del mercado editorial prefiere novelistas superficiales que venden libros como churros, con la única ilusión de cargar sus bolsillos, novelistas exitosos que sean capaces de escriturar de una sentada 400 páginas de espadachines corajudos, 500 cuartillas de mentiras medievales (guapetones los primeros y bien documentadas, las segundas), 600 folios sobre reinas narcotraficantes al sur de la frontera. Poco importa que, leído el libro, al cerrarlo, olvidemos en el acto de qué trataba porque toda literatura fácil deja un vacío en el ronco pecho, por no mencionar el molesto sentimiento de frustración al darnos cuenta de que perdimos tiempo, retina y dinero en tan poca cosa. Una guía de teléfono guarda más interés que esos mamotretos de consumo. Detrás de cada número telefónico nos espera un ser humano, no un mamarracho. La memoria es selectiva: también el olvido. No hay novela grande sin confesión; sin desgarramiento, sin inteligencia, sin hallazgos, ¿de qué literatura hablamos? Por eso, a la luminosa Mercedes sólo pudo haberla descubierto la desgarrada e inteligente Dulce María González. El loco de Ernest Hemingway elaboró la ocurrente teoría del Iceberg: esa literatura que esconde a los ojos del lector cinco sextas partes del conjunto y sólo expone sobre el filo del agua el fragmento que de alguna manera lo representa. El consejo no está mal, por supuesto, pero resulta insuficiente. A ver, ¿qué sexta parte dejamos a la intemperie? He ahí el rollo, el verdadero dilema. ¿Cuál de los seis o siete pedazos de hielo? Para colmo, los Iceberg suele voltearse de repente, cuando el calentamiento planetario lo quema desde el fondo y, en un abrir y cerrar de ojos, la mole se invierte en rugiente pirueta.

Dulce tuvo en cuenta esos caprichos de la creación y, en su novela, se reserva bajo la manga los sucesos de un pasado triste e incomprensible (la extraña muerte de su madre), sin ceder a la tentación de revelárnoslo en detalle, siendo como es ese pasado más intrigante aún que el presente a la que la propia Mercedes nos convoca. ¿Por qué lo hace? Porque, pienso, esos contrapunteos del tiempo conforman el espacio real y palpable, emotivo y misterioso, en el que el personaje debe encontrar la respuesta que animará su existencia, justo al terminar de contarnos la historia. La hechura de la prosa, su ordenamiento y precisión, es el secreto de oficio mejor guardado por la autora. Tengo la impresión de que Dulce ha pulido su técnica de combate en las crónicas que cada semana nos regala en un periódico de Monterrey: el ejercicio sistemático de la palabra ha aceitado el motorcito de los verbos y los gerundios, el relumbre de una adjetivación en perfecto acople con el sustantivo elegido, la caja de velocidades de las oraciones que de pronto se aceleran o retardan, para darle a la marcha de la lectura una oscilación seductora, como el dedo índice cuando se alarga o recoge en clara señal de “ven, acércate, sígueme”.

IV ¿UN DOMINGO HERMOSO?
Muchas veces me he cuestionado sobre la utilidad y permanencia de la literatura, en un mundo que comienza a devorar los primeros años del siglo XXI, un mundo ahora sí tecnológicamente ancho y ajeno condenado a las soledades de la soledad, a los miedos del miedo, a cada dolor del dolor, y novelas como Mercedes Luminosa, escritoras como Dulce María González, me devuelven el alma al cuerpo porque me recuerdan y confirman algo que hace tiempo me enseñó mi padre con palabras mucho más sabias que las mías, pero que dichas a mi manera, pues no me atrevo a citarlo de memoria, nos enseña que mientras la palabra paella tenga para cada uno de nosotros un sabor distinto, según prefieras tú las gambas, él, el langostino, otro comensal la concha o yo el ensopado arroz que sabe a playa; mientras el verbo amar siga siendo tan singularmente impreciso aunque a cada uno nos duela por igual el abismo del desamor; mientras la frase “un domingo hermoso” pueda sugerirme a mí una mañana de sol en una isla y, a ti, un día de lluvia en el seco Monterrey; mientras un solitario-solitario, un desconocido-desconocido busque compañía en un libro-libro, no estamos perdidos, aún tenemos salvación.

Aquí el texto.