Wednesday, August 24, 2005

Con la cabeza a punto de explotar

Por Laia Jufresa

La luz se recicla -como el miedo-
en el texto que resguarda
límites motivos preferencias
Teresa Avedoy


A Mercedes Ibargoyen, narradora y protagonista de esta historia, le da por llamarse a sí misma “la iluminada”; lo cual, sin duda, sería suficiente para hacer de ella un personaje difícil de soportar si no fuera por su enorme capacidad para reírse de ella misma, ironizar, ponerse en duda.
La novela Mercedes Luminosa, de Dulce María González, no puede leerse desde la distancia: al abrirla uno entra en Mercedes, en sus recuerdos, sus llagas y sus bordes. Henos inmersos, desde la primera frase, en una cabeza a punto de explotar. Mercedes se queja así del mal que veladamente la acompañará por el resto de sus páginas: la pesadumbre de una cabeza hinchada por exceso de cuestionamientos cuando no de alcohol. El lector, mero testigo de los avatares de la narración, escucha a Mercedes quien, más que escribir, habla. Tal es el tono obligatorio para esta primera persona: muletillas, expresiones coloquiales, guiños, chistes casi privados. Constantemente, por ejemplo, dice Mercedes: a la realidad le salieron espinas, palomas, laberintos o bien: le brotan a la vida telarañas, víboras, monstruos y hombres lobo. Esta retórica es la encargada de mostrarnos a Mercedes como personaje. Para conocerla basta imaginarla en algún pasillo anónimo de supermercado, respirando el alivio del aire acondicionado y de la certeza efímera, finalmente dispuesta a “hacerse cargo” y diciéndose a sí misma: a la vida le salieron toboganes, subeybajas, carreras en el patio y carcajadas.
Ahí está Mercedes y su manera de asir mundo, no necesitamos más descripciones. Este acierto narrativo bebe de una fuente que apasiona a la narradora y, supongo, también a la autora. Hablo del internet, el chat, las pláticas visuales donde uno es sólo palabras; donde se interrumpe sin ofender y se perdona fácilmente esa vieja costumbre suya de cambiar de idea a mitad del recorrido. Mercedes es así: pura mueca verbal, una mujer cuya sangre hierve con H y cuyo dolor se deletrea. Una narradora atenta que, al escribir, suda sus lecturas y todos los datos almacenados.
Mercedes recuerda un episodio de Plaza Sésamo con igual frescura que uno de Kubrick. Lo mismo puede traernos a cuento a Lowry que al I-Ching o algún comic. Se compara ahora con un personaje de Shakespeare, ahora con una botella de Coca-Cola. Su historia está plagada de referentes culturales cuya fuerza estriba en la diversidad.
Además del continuo reverberar del mundo que la rodea, el cráneo de Mercedes está habitado por fantasmas. Incluso los vivos con los que se relaciona aparecen translúcidos y ocasionales, un mero trasfondo para lo que ella llama sus “monitoreos”, que son recurrentes, casi excesivos. De hecho, me atrevería a decir que el libro entero es un monitoreo de Mercedes: más auto-evaluación que anécdota.
Un buen día Mercedes se entera, vía una llamada telefónica, que alguien ha encontrado el diario de su madre muerta. Pero el diario es apenas una excusa, un catalizador para contarse su propia historia. Cito: …ahora repaso la historia como si de una vida ajena se tratara, una vida otra o relacionada con un personaje otro a quien sucedieran eventos que jamás me suceden ni deseo que me sucedan y sin embargo hay cierta comprensión, cierta empatía que me hermana al personaje por el simple hecho de habitar el mismo planeta, la misma nave.
Mercedes se describe como intrusa de la nave, como pasajera incómoda. Y, sin embargo, late entrelíneas la practicidad obligada con la que se mueve en una sociedad que la agobia y una urbe que la asfixia. La ciudad es el escenario fijo que contrasta con el febril movimiento de sus pensamientos y sus pasos. Ese Monterrey que al medio día aleja a los cobardes y cobija a los que, desesperados, salen a derretirse en sus calles. Un Monterrey en retazos, del que vemos sólo ciertas esquinas, ciertos estandartes: la torre desde la que se aventó su madre, el bar donde conoció a su marido, la casa donde se encontró el diario, el barrio en el que vive su amante. En otras palabras, el Monterrey que Mercedes lleva dentro, en la memoria.
El truco que sostiene en pie a este libro, hay que decirlo, es sencillo pero audaz. Todo sucedió hace dos años. La historia es un flash-back hilado como se trenzan los recuerdos: en ciertos pasajes es agudamente preciso, en otros es vago y repetitivo. El recuerdo no se extrapola, nunca sabemos bien a bien quién es Mercedes hoy, dos años después, pero no importa. Importa que entonces vino a descolocarla el asunto del diario, y a torcerle los días y a hacerla abandonar por un momento su tan añorada tranquilidad. Cito: Bastante trabajo me había costado esta paz, esta habitación interna queriendo ser vida simple, vida luminosa…
González hace de los mecanismos memoriosos su aliado y su recurso principal. Dentro del recuerdo base de “hace dos años”, se entremezclan otros más antiguos, desde la infancia hasta la adolescencia de Mercedes, aquella época donde le daba por llamarse a sí misma “Mercedes la oscura”.
Pero Mercedes ES luminosa. No por haber dejado atrás épocas negras, sino porque confía en el logos, se clarifica, buscándose a sí misma desde las respuestas y verdades de lo cotidiano, y se compromete con su búsqueda.