Wednesday, May 11, 2005

Mercedes Luminosa: la ciudad y los límites en la escritura de Dulce María González

Por Jeannette L. Clariond

Texto de presentación,
leído el 11 de mayo del 2005 en la Galería Regia

Con el “Sí” de Molly Bloom, James Joyce deja en suspenso una serie de interrogantes, preocupaciones, dudas latentes que se afirman en la negación.

La escritura de Dulce María González, tanto en narrativa como en poesía, ha venido surcando esta senda joyciana que en Mercedes Luminosa alcanza un sitio privilegiado en ciertos de los aspectos prenunciados por Calvino. Destacaría ante todo la levedad. ¿Cómo hacer de temas densos materia ágil de asimilación y propuesta? Yo no lo sé, de saberlo hubiera escrito una novela, un cuento, un relato. Escribir las preocupaciones de la condición humana se logra cuando poéticamente él o ella han descendido, despiertos, a lo blanco que está en los oscuro del fondo. Y cuando, además, se ha aceptado la diversidad. Aceptar no es consentir. Aceptar la diversidad es el primer plano de la objetividad necesaria en la escritura novelística. El segundo sería desentrañar esa realidad que lleva como fin acomodarse internamente. El proceso escritural requiere de ese acomodo a fin de que quien escribe diga, desde un sentir clarificado, no deslumbrado ni confuso, la realidad, por espinosa que aparezca.

Esta novela presenta varias actitudes de vida, distintos modos de decirla, y diversas formas de aceptarla. La frase de inicio: “Desperté con la cabeza a punto de explotar.” nos hace partícipes de un sentir universal, silenciado por muchos, del cual uno no logra desprenderse. Simple por compleja, como suele Dulce, continúa con dos preguntas que funcionan como eje mas no como rumbo: “Dónde estoy?”, “quién soy?”. Mucho se discute, y ya con cierto ocio, sobre filosofía y escritura. Hay un equívoco. Filosofía es estudio sistemático de un saber. Pensamiento es expresar reflexivamente una angustia. Quienes conocemos a Dulce María González de años, sabemos que es una mujer interrogativa, admirativa e inquisitiva, características que hacen de su escritura, materia de movimiento de su pensamiento, de su corazón.

Como si hecho a propósito, el lenguaje de la novela está trabajado hasta la coloquialidad más abstrusa: “Lo lógico en ese momento hubiera sido indagar qué carajos, por qué no nos encontrábamos campechanamente retozando es en este lugar que, suponía, se trataba nada menos que de la casa del susodicho; […]” Decir en escritura el lenguaje cotidiano es un arte que no todos alcanzan. Aquí, la autora se vale de este lenguaje utilizando la ironía como tropo, un recurso que oscila entre la realidad resignadamente asumida y una tragedia que raya en la comicidad. La tragedia se vuelve más trágica desde el momento en que la narradora, esa que apenas comienza a despertar ante la realidad del mundo, llena de un habla de pastosa voz, se acerca, toca, llama a su compañero, desde la desesperada soledad en la que vive, dentro de una ciudad en ruina, esa que refleja vestigios de lo que fue, una fundidora de hierro y acero, semi perdida, como despuntando entre las zarzas en una zona arqueológica.

Las Confesiones de San Agustín es un libro grande, primero por el tono confesional, segundo por la escritura maravillosa del santo, pero sobre todo, porque transmite llanamente el sentimiento más primitivo del ser humano: el abandono. Merecedes Luminosa es un libro cuyo tema puede situarse en y desde el abandono. Pero ya lo dijo Nietzsche: sólo un alma desprendida (abandonada) puede verse a sí misma. Desde el epígrafe de Saramago: “Verdaderamente, a pesar de sus defectos, la vida ama el equilibrio.” nos percatamos de que en ella no hay la necesidad de --y más bien evita--plantear cuestiones filosóficas desde la filosofía misma, digamos al modo de Calvino en Palomar (1983), sino desde la vida misma, desde el vivir la vida hasta tensarla buscando un centro que de sentido, si es que la vida lo tiene.

Lo que ha venido distinguiendo a Dulce es su capacidad de imaginar mundos posibles. Paradójicamente tal posibilidad nace del desengaño. El mundo posible que ella atisba no es utópico, no quiere un mundo nuevo: busca restablecer un orden, de otra suerte no se entendería la crítica al Monterrey que viene denunciando desde Gestus (1991), Detrás de las máscaras (1993), Donde habitan los dioses (1994), Ojos de Santa (1996), Crepúsculos de la ciudad (19996), entre otros. A pesar de que Calvino en su sexta propuesta, “Multiplicidad”, habla de planteamientos neobarrocos en la literatura del milenio, pienso que el hecho de que el escritor se pregunte su sitio en el mundo es tan necesario para su escritura como lo es para la crítica el conocimiento de la historia de la literatura. Preferiría, a este punto, rescatar la séptima, de la cual sólo habla en el prólogo: La congruencia. Cada vida es una biblioteca, un muestrario de estilos, donde todo puede mezclarse continuamente. Estaría de acuerdo en la mezcla y subrayaría sobre todo la armonía.

La búsqueda y hallazgo de esta novela se subsume en eso: equilibrio. El equilibrio de Saramago es en Dulce el logro virtuoso de alguien que se analiza a través del otro, que en ella, como constante, ha sido su ciudad. El deterioro de la misma afecta el cuerpo del lenguaje de la autora de tal forma que busca acomodar sus frases haciendo un reclamo, denunciando las formas en que el simulado progreso destruye las fibras más reales que pudieran hacer perdurar una ciudad. Ella es la ciudad, lo que sucede dentro y fuera, deforma o conforma lo que ella es. Pero la escritura retoña en pleno invierno para devolver el cuerpo del dolor rehecho y alterado por su voz que denuncia, y aquí de nuevo, por una ironía transmitida a través del humor, mostrando lo que lacera el alma (y la suya) de los pueblos.

Mercedes luminosa se torna así universal en su reclamo. Por medio del cine y sus directores (Greenaway,Win Wenders), o los programas de televisión y sus derivaciones (Plaza Sésamo), nos aproxima a la reflexión lúdica; nada más lúcido para acercar a un lector a sus limitaciones que haciendo de ello un juego: el ser humano como una mala jugada de la vida. La pregunta insistente de la autora: ¿Dónde estoy?, ¿quién soy?, no es sólo recurso reiterativo, sino de nuevo abierta mofa a las trilladas preguntas sin respuesta, ya que no es lo racional lo que da estructura al ser humano --ni siquiera pretendemos llegar a un saber--, lo que requiere es estar, palpar la simple certeza de estar vivos. No hay escritura sin crítica. Como seres en el mundo nadie sabemos en dónde estamos ni a dónde vamos. Tampoco sabemos el rumbo de nuestra escritura. El impulso lo toma Dulce María de esa no certeza. Aun así, sabe que debe seguir una brújula, pues ya mar adentro, no hay nave que la salve sino el abandono: abrirse a la revelación.

Hablaba antes de San Agustín. He hecho hincapié en su escritura, en el tono confesional. Y además porque creo más en los santos que en los filósofos. Pero quisiera finalizar mi intervención exhortando a que juntos leamos en Dulce María González abandono, ironía, levedad, juego, sinceridad, y por sobre todo, que leamos su congruencia.

Vive la escritura, más bien, la goza y padece para descifrar su sino. Ella sabe que vivimos uno al lado de otro, sabe que la ciudad se ha convertido en monstruo, que hemos dejado de oírnos, que no escuchamos, nos damos la espalda, dormimos (como quien no quiere despertar), cuando vida y escritura reclaman de nosotros desentrañar las causas de la metafórica muerte de la madre-origen-ciudad-otredad que nos conforma:

“Nos fuimos a dormir cada quien para su lado. Ninguno
deseó buenas noches al otro dada la intensidad de los sucesos
y al hecho de que estábamos de espaldas y, principalmente,
porque no queríamos hablarnos. Por mi parte, estaba a un
pestañeo de creerme los cuentos que me había sacado de la
manga y, por lo mismo, empezaba a sentirme indignada ante
las sospechas de Raúl por demás insultantes.”

Aunque los antiguos dijeron que el mundo estaba lleno de dioses, esta novela nos dice que ya no escuchan, que hay en la protagonista una honda soledad que ni ángeles, ni dioses, ni seres iluminados logran aliviar. ¿Tendremos entonces que reinventarlos, acomodarlos en la tele, en el cine, en la desleída llama azul de fundidora, en la cocina de algún arquitecto ilustre que venga a llenar de luminosidad, vía su merced, esta soledad nuestra?